sábado, 21 de marzo de 2009

Viva la Muerte!!


¡VIVA LA MUERTE!
Por Noé Jitrik

El problema con los pensadores políticamente impecables de izquierda es que suelen contribuir a ratificar a los no pensadores groseros de derecha. Mientras éstos gritan lo concreto, “¿qué harías vos si en tu presencia un cabrón te mata a un hijo o a tu pareja o a tu santa madre para quitarles dos mangos?”, el correcto se va por la tangente y dice, si es cristiano, “perdónalo que no sabe lo que hace”; si es de gauche, enuncia “la crisis global que genera desempleo y falta de confianza en el porvenir crea las condiciones de la inseguridad” y si es opositor al gobierno proclama “aquí nadie hace nada para cuidar a las víctimas”. En cambio, si no es correcto, o sea si es alguien de derecha, un poco estúpido y además personaje de la TV, confunde todo y abomina: “Que la acaben esos de los derechos humanos, el que mata debe morir”. Ignoran, con esta frase, que están parafraseando un famoso título de Nicholas Blake, La bestia debe morir, que Borges dio a conocer en la colección El Séptimo Círculo. Hacer literatura sin saberlo es verdaderamente un don.
Todo esto a propósito de las geniales intervenciones acerca de la pena de muerte que tuvieron esos ejemplares modeladores, del cuerpo y del pensamiento, como la protuberante Giménez o el carrasposo Tinelli. Profundísimo pensamiento: Spinoza no lo habría encarado mejor. Lo único es que no tenía mofletes en la cara ni bailaba al ritmo de las estrellas fugitivas de la madrugada acompañado por ramilletes de talentosas señoritas. ¡Qué nivel, Dios mío! Pero, ¿cómo responder sin hacer el ridículo?
El tema es, por supuesto, antiguo. Los judíos lo resolvieron con la fórmula “ojo por ojo”, también llamada Ley del Talión. La verdad es que de mucho no les sirvió; tuvieron que admitir que una fórmula gentil, cuasi poética, encaraba mejor la cuestión: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege a los malos cuando son más que los buenos”. De modo que algunos empezaron a pensar que era mejor aumentar la cantidad de buenos para que los malos dejaran de pensar que era fácil atacar a los buenos. ¿Cómo hacerlo? Solución: darle fuerza al conjunto de todos los buenos, o sea al Estado. Sólo que a veces los Estados padecían de súbitas distracciones y dejaban que los sarracenos hicieran de las suyas.
Yo diría que hay por lo menos tres enfoques del asunto. El primero es pragmático: ya se ha visto que, como remedio, la pena de muerte, que sería un nivel superior de la venganza, ha sido peor que la enfermedad. El cretino que mata deliberadamente sabe lo que hace y lo tiene todo estudiado, casi siempre es irrecuperable: el ladronzuelo al que le cortaron una mano en Saudiarabia por hurtar una billetera roba con la otra hasta que se la cortan y cuando ya le faltan las dos adiestra a sus pies para seguir por el recto camino de la vida. El problema se presenta cuando alguien no lo hizo de ese modo y no es del todo cretino aunque se le fue la mano: ahí se puede hablar de emoción violenta, de atenuantes, de pasiones, de odios y amores, etcétera, de modo que mandar al actor principal a la silla eléctrica crea algún problema filosófico, como el que asedia a la buena de Susan Sarandon, que hace de monja, cuando se le ocurre que el seudotarado de Edward Norton podría no ser culpable de haber asesinado y resulta que sí, que la engañó.
Otro nivel es el inmediato, o sea cómo reacciona cada cual frente a la violencia de que es objeto. Es innegable que la bronca sube y obnubila, a quién le gusta, por más progre que sea, que un imbécil, de cuatro neuronas, venga a robarlo o a matarlo. Algunos se echan p’atrás, otros se van al humo. Otros, los menos, están tecnificados y replican con contundencia. Otros casualmente tenían un arma y empiezan a los tiros. La multiplicidad de situaciones da lugar a infinitos relatos e imposibilita extraer una conclusión de orden general, algo así como al que mata, muerte. Yo diría, resignado, “se hace lo que se puede”, y hay que ver después las consecuencias. La medida la da un conjunto de factores: la historia personal, la fuerza, el orgullo, la rapidez de reacción, la inteligencia de la situación, la simpatía de la policía... No me parece que haya fórmulas satisfactorias pero, en cambio, me parece que la situación es tan desagradable que simplificarla hace todavía más ingrato el asunto y, lo más peligroso todavía, puede llevar a creer que el mundo entero está contaminado de inseguridad y que sabe Dios cómo saldremos de esto.
Pero más importante es la forma que fue tomando el concepto a lo largo de la historia. Cuando a algunos seres pensantes se les ocurrió, por ahí al final de la Edad Media, que uno de los sentidos de la vida –además de hacer que dure lo más posible– era mejorarla para el conjunto, la idea de la muerte como solución para los desajustes sociales se fue alejando. Poco a poco, se fue admitiendo que rechazar la pena de muerte suponía autorrespetarse y que el autorrespeto de una sociedad mejoraba las relaciones y, sobre todo, daba lugar a mejores conversaciones acerca de los males sociales. Descartada la brutalidad, se puede empezar a ver mejor lo que ocurre en una sociedad. Inclusive lo que puede ser la muerte digna para un enfermo incurable.
De manera que distinguir esos planos es importante y, desde luego, el último es el superior. Y no es que no se sepa lo que hay que hacer: se sabe. A la larga, levantando el nivel cultural de “toda” la población, quitando de la cabeza ideas estúpidas, prejuicios, tratando a la gente como uno quisiera ser tratado, reclamando mejor y más rápida justicia, quitando arrogancia a la fuerza pública y aumentando su eficacia concreta, ocupándose de los otros, respetar y respetarse. A la corta, tratando de que las leyes que existen sean aplicadas y que el que hizo una idiotez sepa que eso se paga, más que con el corte de la vida, con una vida miserable que le espera como recompensa por la idiotez que cometió. Se paga con que no más cervezas en el bar, ni madrugadas, ni bailongos, ni fútbol ni nada de lo que vale la pena en esta vida que podía haberle tocado vivir. No digamos buenos libros, buenas películas, buenos paisajes y las once mil vírgenes que nos esperan a cada uno de nosotros en un lugar lejano y desconocido pero al que nos dirigimos con fervor.
Página 12. 21 de marzo de 2009

miércoles, 18 de marzo de 2009

La Muerte:una pena..

LA MUERTE: UNA PENA, por Eduardo Grüner
LA MUERTE: UNA PENA
Una reflexión sobre las implicancias políticas y sociales latentes en el discurso de Susana Giménez y otros integrantes de la farándula a favor de la instauración del crimen como castigo.
Por Eduardo Grüner

“El miedo originario crea fantasmas absurdos. Evoca mutiladas víctimas de los relatos de Ulrico Schmidl. Sabemos que nos defienden disciplinadas fuerzas del orden, y la oleada del peligro nos llega desde allá (...). La tierra desde lejos nos transmite ese pavor. Un pavor mortecino, húmedo, terrestre y antiguo que también brota al menor descuido. Una ciudad inestable y atroz reposa muda y quieta, dentro o debajo de las otras.” Etcétera, etcétera. Durante unas 300 páginas más elabora ese tono, entre melancólico y apocalíptico, Ezequiel Martínez Estrada en su obra maestra La Cabeza de Goliat. Parece –es casi una banalidad decirlo– “escrito ayer”. Salvo que en su época la luz y el sonido catódico/estupefaciente no se deslizaba todavía en las penumbras íntimas del living o el dormitorio del proverbial “burgués asustado” listo para improvisarse fascista en el desayuno. Ni había, por lo tanto, vedettes ya ni siquiera con la ternura de la decadencia, chocheando gagá-gangosamente, transidas –es probable– de dolor auténtico y sin embargo con la peor mala fe, llamando a un ojo por ojo que, bien lejos de la épica vetero-testamentaria, apenas aspira al patetismo mediocre del susto de casta (adquirida, no adscripta) y la mueca casi última de una Judith con las marquesinas ya quemadas: el que mata tiene que morir, va de suyo, y como esto último nos va a suceder a todos, cuanto más cerca están más quisieran algunos/as, en ese resentimiento, irse acompañados/as. Ella no lo sabe –y por eso dice la verdad–, pero está planteando, por la negativa, un sesudo dilema de ética kantiana: ¿Acaso no tengo derecho a elevar mis pasiones personales a ley universal? Si en buen/a ciudadano/a pienso que el que mata debe ser matado, pero yo, claro, no sería capaz de hacerlo, ¿no debería hacerlo el Estado, “representante” de la voluntad del pueblo? “Hay muchos que piensan como yo” no es una mera falacia estadística: es sensibilidad para procesar una voluntad (incluso una “conciencia”) de clase, más el candor impune proveniente de haber llegado a la “clase”, y no tener que dignificar una prosapia. El Su-tinellismo (que ahora sabemos incluye reflejos spinettistas) no es una insensata farandulada individual: es una influyente configuración político-cultural que –como se dice– “produce subjetividad”. Así que –salvo por el detalle de ese catodismo actual con un poder multiplicador para el terror ya largamente inscripto en el corpus del socius (tema eminentemente león-rozitchneriano, se advertirá)–, salvo por eso, seguimos en don Ezequiel. Quiero decir: evocando “mutiladas víctimas” que vienen del fondo de los tiempos (o de los estómagos de los deglutidores de Garay) para que el pavor mortecino brote al menor descuido –aunque no parece tan descuidado que re-brote, sin duda por azar, casi siempre en calendas electorales–. La div(in)a no sabe –por eso es eficaz– que dice la verdad: los ventrílocuos a los que chiroliza se preparan para gobernar. “La mayor pasión de mi vida ha sido el Miedo”, confesó célebremente, hace tres siglos y medio, Thomas Hobbes, el fundador de toda posible filosofía del Estado “autoritario” (aunque, éste es otro debate que alguna vez habría que hacer: ¿no dice Freud, en algún lado, que el autoritarismo aparece precisamente cuando falla la autoridad?). ¿Por qué habríamos de ser menos los porteños de hoy, con nuestro “pavor” de que en cualquier momento (“por un descuido”) se resquebraje el asfalto de Belgrano o Recoleta y emerja –como en alguna vieja película B de ciencia-ficción en la que los invasores marcianos salían de bajo tierra (¿o era que se levantaban los muertos?: ya no recuerdo)– esa “otra ciudad” inestable o atroz que preferiríamos des-conocer (porque descompensan nuestra energía, parece que dijo otra vetero-vedette, con tonalidades más new age). El miedo fue el tema de Hobbes, en los albores del capitalismo, y sigue siendo el nuestro, en sus estertores indeterminadamente prolongados. Lo conocimos, inflado hasta el horror indecible –ninguna apelación oficial a la Memoria logrará borrar ese recuerdo– del ’76 al ’83. Pero sobrevivió después (es una de esas ciudades escondidas “dentro o debajo de las otras”), trasmutado en hiperinflación o la sorpresa que correspondiera. Hubo que pasar al que se fue (único de los todos que se tenían que ir) en autogiro nocturno, y la re-fundación del 2003 (que no re-fundó nada pero abrió una rendijita de aire fresco hoy un poco enrarecido) para descubrir que estamos otra vez en lo mismo: el tema –o el lévi-straussiano “mitema”– sigue siendo el miedo. Hoy bifurcado, básicamente, en dos fuentes ominosas: por un lado, una vez más, el miedo económico: a saber, la crisis “globalizada” (qué raro: hasta hace unos meses lo “global” era la solución, no el problema), cuya relativa modestia local es mediáticamente sobredimensionada con típica lógica de “profecía autocumplida”; por otro, con renovados bríos, el miedo social: éste, aunque venga del fondo de los tiempos, convengamos en que ha sufrido una pronunciada degradación; si antes era al potencial revolucionario de la clase obrera organizada o al pueblo insubordinado, ahora es al fantasmal lumpenaje de un “más allá” que ni siquiera se sabe bien dónde queda (las fronteras urbanas han devenido lábiles, y ya ni la avenida Córdoba nos garantiza ser norteños), y sólo secundariamente a un “populismo” light que trabaja de chivo emisario por haber renunciado a darse base de masas: del “subsuelo sublevado de la patria” hemos pasado a los “muertos-vivos” surgiendo de los sótanos oscuros, de la policía brava a la UCEP, esa gestapito Macri-biótica. La solución de nuestras vedettes mortecinas (para insistir con ese estupendo adjetivo martinezestradista), altamente representativas –hay que decirlo– de una “clase política” más afecta a las cámaras (las empresarias y las de TV) que a la incómoda calle, es muy poco táctica, y un poco contradictoria: producir más muertos –más fantasmas–, sea por hambre o por “pena”, para poder seguir tranquilamente con los negocios... que están en crisis. Mr. Lynch, se sabe, es más eficaz que la morosa Justicia argentina para tender puentes de cadáveres sobre los ríos infestados de cocodrilos ante los portones del castillete. Es decir, para tranquilizar momentáneamente a los asustados, no importa qué pase después. Y sería ingenuo acusarlos/as de no haber leído a, digamos, un René Girard, con sus explicaciones de la violencia mimética como destructora de toda forma de comunidad, y la idea (a menudo malentendida) de que la “solución” del chivo expiatorio sólo puede ser transitoria: aunque ella sea el origen violento de la Ley, ésta (alguna Ley, no necesariamente las que tenemos) deberá reemplazar la “salida” del asesinato colectivo. O de desconocer las ingentes bibliotecas ya escritas que demuestran la inoperancia de la pena de muerte para reducir la violencia social. Inútil, esa acusación de ignorancia, porque el conocimiento para nada serviría: ante el terror, la única Razón valiosa (con “valor de cambio”, y plusvalor fetichista) es la Razón puramente instrumental, “técnica”, que alienta hoy la bola de nieve de la muerte para algunos para que mañana nos matemos entre todos. Y no es que las causas de esos efectos no sean eficientes: en el reino de la actual (im)política, con la fórmula Miedo Económico + Miedo Social se ganan –se ganarán– elecciones. Ganará, con esa fórmula, cualquiera sea el que gane. Hoy, en el mundo, se gana siempre –lo ha analizado agudamente Alain Badiou para el caso Sarkozy– con el slogan apenas matizadamente único del miedo. Si es por “centroderecha”, es el miedo al “otro” (sin mayúsculas); si es por “centroizquierda” (la mediaclase progre de hoy, sabemos, es extremista de centro y fundamentalista de la moderación) es por “miedo al miedo”: reacción especular del que quiere diferenciarse dentro de la cancha que ha marcado el adversario. Reconozcamos que también aquí hay un cierto declive cultural en nuestros fantasmas. Con una modesta metáfora literaria: si el Quasimodo de Victor Hugo gritaba “¡las campanas, las campanas!”, o el Kurtz de Conrad gritaba “¡el horror, el horror!”, nuestro burgués asustado grita “¡los negros, los negros!”, y nuestro progre bienpensante “¡el campo, el campo!” (todavía no hemos llegado, pero llegaremos, a: “¡el country, el country!”). Dicho sea esto último no para minimizar el desagrado ante la conformación de un sólido bloque de derecha que –miedos y medios mediante– viene galopando al son de los bombos sojeros (y cada vez con menos retenciones en su armado propiamente político), sino para establecer que aún nos falta ver, en la vereda de enfrente de la nueva guardia restauradora, algo realmente diferente, y no un tironeo –quizá defendible en términos de oposición a “lo peor”, pero nada más– en el interior del mismo “campo”. No es entre el miedo y el “miedo al miedo” que hay que elegir. No es entre la “seguridad” y la “inseguridad” (resignada), o entre la pena de muerte y el “garantismo”, que hay que definirse. Mucho menos entre la “seguridad” y la “inseguridad” (¿cuándo, en efecto, estuvo la clase media argentina más “segura” que entre 1976 y 1983?). Desde ya: los ciudadanos argentinos (aun cuando nunca hayan estado en Nueva York o San Pablo, para poder comparar) tienen derecho a sentirse protegidos de los delincuentes. Pero “seguridad” es mucho más que un concepto policial: es –o debería ser– una categoría política completa, que incluye la seguridad al acceso de alimentos, vivienda, empleo, educación, salud. Pero estas ampliaciones del campo semántico, claro, son siempre “a largo plazo”, y no entran en los nítidos dualismos. Así presentados, esos sistemas de oposición binaria son de una insanable mediocridad ideológica y de un avieso cinismo clasista, aunque se los anuncie desde diez radios al mismo tiempo. El efecto que pretenden –al igual que en su momento la oposición blanquinegra “Gobierno/Campo”– es el de dividir a esa entelequia llamada “opinión pública” en bandos congelados, “ontológicos”, que no responden a ninguna relación “dialéctica”, mucho menos a un debate político sustantivo o a una interrogación crítica sobre las condiciones integrales de enunciación de las palabras que se naturalizan. Lo que sí logran es un inmediato efecto “performativo”: si alguien está a favor de la legalización del aborto es automáticamente un asesino de nonatos, si está en contra de la pena de muerte es cómplice de los delincuentes. Hay que escupir esa sopa de letras y armar un nuevo crucigrama. Sentarse a definir los términos y debatir a qué política de la lengua (y, por lo tanto, de todo lo demás) responden esas definiciones. Como se decía en un tiempo: hay que “achicar el pánico” antes de que ese “pavor mortecino” del que habla Martínez Estrada nos deslumbre hasta dejarnos ciegos.
Página 12. 12 de marzo de 2009

El Arte No es un Pasatiempo

"EL ARTE NO ES UN PASATIEMPO, SINO UNA NECESIDAD, COMO COMER", entrevista a Edgardo Giménez

Edgardo Giménez, artista, diseñador gráfico, "cronista" del Di Tella
"EL ARTE NO ES UN PASATIEMPO, SINO UNA NECESIDAD, COMO COMER"
Fue un joven protagonista de la gran época del pop argentino y se asume como una de sus memorias. Trabajó 23 años con Jorge Romero Brest, director del Instituto Di Tella, a quien sigue admirando como hace cuatro décadas. Una recorrida con un artista valioso de una época especial, nunca repetida, y de los valores que la sostuvieron.
Por Andrew Graham-Yooll

–Un recuerdo claro que tengo de los años setenta es que a medida que caíamos en un caos cada vez mayor, una señora crítica de arte comentó que tenía que ir a las inauguraciones y vernissages cada jueves, o lo que fuera, porque era respirar algo humano en medio de tanto salvajismo. ¿Qué es lo que permite esa percepción?

–En las épocas de crisis las personas se aferran a una agenda de lo que siente como más verdadero y palpable. Cuando se destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York la gente se instaló en los museos de la ciudad. Nadie les sugirió, menos obligó esa conducta, pero es evidente que querían estar en contacto con algo que les permitía detectar una sensación más espiritual y asible por encima de la carencia total a su alrededor...

–¿Carencia total de qué?

–De todo lo que es el consumo materialista que en forma súbita puede desaparecer y no quedar nada. Yo la cito a la actriz Olinda Bozán (1894–1977) que decía “¿qué me podés decir vos con la plata que yo tengo?”. Era una ironía redonda de los años cuarenta, pero sintetiza nuestros tiempos cuando el poder económico tiene mucho mayor importancia que el verdadero talento. El hecho artístico sintoniza situaciones más delicadas, que muchas personas necesitan para enfrentar momentos difíciles.

–El arte en estos momentos representa poder económico, la prueba está en los precios de los remates, desde un Van Gogh comprado por un coleccionista japonés hasta el inglés Damien Hirst (1965), que es de ahora. Eso casi se enfrenta a lo que usted dice.

–Así parece. Está bien, es un concepto norteamericano que todo lo que puede tener valor en plata tiene precio, pero hay una mayoría de gente que se acerca al hecho artístico y éstos no tienen cómo comprar una obra, esas personas se acercan al arte de otra manera, para sentirse gratificada, no al nivel cotidiano del trabajo para sobrevivir. En mi caso, el hecho artístico me ha salvado la vida, considero que es la cosa más noble que ha inventado el ser humano, los artistas son gente sumamente especial para superar el momento más complejo. Un bailarín ensaya para que un paso de su baile asombre al público, ofrece un deleite personal que comparte. Si vamos al caso que usted insinúa, ¿dónde está el deleite personal que puede ser compartido en la política?

–¿Para usted sería un pincelazo preciso?

–Para mí sería la gente que está en otra dimensión y con otros valores. Es incomparable. Tengo una gran admiración por la capacidad de ofrecer algo preciso que deleita, toda mi vida me he nutrido de eso. Por ejemplo, miro la actuación de Meryl Streep en su última película, La duda, y me parece un regalo extraordinario. Es un ejemplo de alguien que puede modificarle el día a uno. Así hay numerosos artistas que todo el tiempo me han modificado y me han hecho la vida “interesante”, me han obligado, a raíz de detectar eso y sentir una sintonía con ellos, a revisar una cantidad de valores que uno tiene respecto de las cosas y cambiarlas. Eso ocurre únicamente cuando uno tiene interés. Para mucha gente el hecho artístico no es eso, no pasa de un divertimento transitorio. Requiere una decisión personal. Hay que buscar que el arte opere de una manera extraordinaria. El arte nunca me ha defraudado, siempre ha sido ganancia.

–Su identificación con el crítico de arte Jorge (Aníbal) Romero Brest (1905-1989), director y factótum del Instituto Di Tella (en la punta de la calle Florida a metros de la plaza San Martín), es de hace casi medio siglo, que duró más o menos una década a partir de 1959. ¿Estamos diciendo que cinco décadas después no ha aparecido nadie con la imaginación y la osadía de Romero Brest?

–Sí, lo estamos diciendo, que eso fue único y no, no ha aparecido otro. Romero Brest fue el operador cultural más importante del país y no ha habido otro igual. No sólo eso. Jorge Romero Brest decía que con lo que más se puede mentir es con la palabra, por lo tanto avalaba lo que decía con su conducta y eso era parte de su discurso. A su vez eso no lo puede hacer cualquiera. Estamos acostumbrados a que nos regalen a los oídos cosas maravillosas y luego uno escarba un poco al personaje que así se manifiesta y que acaba de convencernos y resulta que no tiene nada que ver ni autoridad alguna para decir lo que dijo. Esta es la gran decepción que he tenido con el mundo de la cultura. Ingenuamente, cuando era chico y aspiraba estar en el medio de todas las cosas, tuve que enfrentarme con la gente de la cultura, que se dedica a construir una carrera de obstáculos y no tiene nada que ver con lo que uno sueña o aspira alcanzar. Eso lo descubrí cuando trabajé en diseño para la Municipalidad, cuando el secretario de Cultura era Telerman. No era él, la función pública consiste en instalar estorbos. El saber tiene que ser para mejorarse. Romero Brest decía que ser culto es ser mejor persona. Si todo lo que uno sabe no beneficia para ser mejor no sirve para nada.

–Usted está atribuyendo a Romero Brest y al Di Tella una importancia tan grande en su momento y en su remanente a lo largo del siglo veinte que nadie más le hace sombra. ¿Por qué fueron únicos?

–Primero, porque Romero Brest se dio cuenta de lo que había que hacer en ese momento...

–¿Y no hubo nadie más así?

–No. Fíjese que cuando Romero irrumpe con el Di Tella todo el mundo cultural estaba en contra de lo que se hacía en el Di Tella. Ahora tiene una prensa maravillosa, pero en su momento tuvo una prensa horrible, totalmente adversa, desde la Menesunda de Marta Minujín. El Primer Premio Internacional Di Tella Revuélquese y Viva, que ganó Minujín, fue un escándalo. Lo que hizo Romero no tuvo aprobación, todo estaba hecho en un ambiente de desaprobación. Tenía una gran seguridad en lo que creía y no esperaba consenso ni que la gente aprobara. El seguía adelante con lo que él creía que tenía que hacer, aun con todos en contra. Ese tipo de determinación no la he visto nunca más. Era maravilloso. Una frase genial de él que yo usé bien grande en un libro mío fue, “No es cierto que más vale pájaro en mano, hay que preferir los cien volando”. Es la inversión del concepto materialista. La marca cultural que dejó, lejos de ser olvidada, cada vez adquiere más prestigio y más comentarios. En un país donde todo se olvida con gran rapidez, donde una información va tapando la anterior que queda sin registro en la mente, es raro cómo se sigue hablando con vigencia del Di Tella. No sucede lo mismo con otras cosas que quedan tapadas salvo en los aniversarios. La última vez que vi a Guido Di Tella (1931-2001) le dije, “como no aparezca otro Instituto Di Tella y otro Romero Brest ustedes van a parecerse a Gardel: cada día canta mejor”. Es cierto. Al no aparecer algo que reemplace lo que surgió ahí aquel hecho se agranda. Pasa a ser un mito, y el mito sólo se alcanza cuando se deja una huella muy fuerte.

–¿Cuánto tiempo estuvo usted trabajando con Romero Brest y su esposa?

–Yo tuve la fortuna de trabajar 23 años seguidos con ellos. El era una persona extraordinaria.

–Lo conocí una sola vez en una conferencia en Caracas, pero el Di Tella había sido para mí un elemento secundario en la vida del país, no era central porque la experiencia no parecía tener peso político. Puede ser que deba revisar esa opinión de aquellos tiempos.

–Había grandes dificultades en el Di Tella. Había persecución política contra los protagonistas. Lo termina cerrando el general (Juan Carlos) Onganía. Para el gobierno, para muchos en el poder, había que cerrar algo que les parecía que sólo producía escándalos y conmoción vergonzosa en la calle.

–El cierre tuvo más bien la apariencia de un pacto de no agresión, entre el gobierno militar y los dueños del Instituto.

–Sí, pero se llegó a clausurar una muestra. Fue la del baño público en 1968. Roberto Plate (1940), que ahora vive en París, instaló un baño como en cualquier bar o estación e invitó a la gente que escribiera en las paredes, como en los baños. La gente entraba, escribía graffiti contra el gobierno de Onganía. El gobierno cerró la exhibición. Había malestar con el espacio Di Tella. El gobierno lo veía como un centro de perdición y lo quería ver cerrado. En esa época yo usaba el pelo más largo y vestía camisas muy festivas y la policía me llevaba en averiguación de antecedentes nada más que por estar en el Di Tella.

–Es inconcebible ahora. A mí me paraban en la calle por tener barba. Al artista Ernesto Deira (1928-1986), que era medio pelado, lo detuvieron para cortarle el pelo.

–Al romper con la cultura establecida, con las cosas que se venían haciendo, con la idea de que el arte era una serie de cuadros colgados en la pared, aparecieron otras herramientas para hacer arte. Se inauguró la idea de libertad para expresar muchas cosas de forma diferente. Esa libertad que se consideraba un hecho artístico preocupaba a mucha gente. Pero era tan artístico lo que se hacía como la pintura.

–Resumiendo, el arte no sólo se veía, se vivía. ¿Qué le parece?

–El arte comenzó a mezclarse con la vida de muchas personas. A mí me cambió. Me vestía de una manera pop. Me llamó Héctor Olivera para hacer una película, Los neuróticos (1971), con escenografías pop. Tenía ganas de que sus primeras películas tuvieran la impronta de ese momento. Después estaban las modas de Delia Cancela y Pablo Mesejean, que tuvieron gran éxito en Londres en los años sesenta. Estaba también la actividad artística de Dalila Puzzovio. Pertenecían al Di Tella, que privilegiaba la imaginación, y con eso pudieron lograr el éxito afuera, no sólo el reconocimiento aquí. El logro importante es que se hicieron cosas que siguen siendo registradas, no pasaron en el momento y se olvidaron. El otro día, en una librería, vi un libro en el que se recordaba a Cancela–Mesejean como entre la gente que sacudió el ambiente en Londres en aquellos años. Era gente que encontró la forma de usar la imaginación.

–¿Qué conciencia tenían del momento político que vivían? El país estaba saliendo del retraso cultural que hubo durante el peronismo antes de 1955. Con Arturo Frondizi en la presidencia ocurrió una especie de renacimiento cultural.

–A Romero Brest seguramente le importaba lo que ocurría en la política y quizá le preocupaba. Nosotros no teníamos el menor interés en lo que sucedía en la política. Hablo de todo el grupo del pop nacional, les importaba lo que hacían, su quehacer. No interesaba la política. Lo que sí se notaba era la gran diferencia entre los tiempos de un presidente como Arturo Illia, cuyo gobierno duró casi tres años, cuando se respiraba otro aire. Luego vino la sensación de opresión cuando Illia fue sacado del gobierno a los empujones por el general Onganía. Eso se notó como un cambio político, como el comienzo de algo que no parecía fácil de explicar. No era fácil de comprender. Después sí, a partir de ahí vino un grupo de artistas comprometidos con la política.

–Estamos hablando de Deira, Noé, el grupo Espartaco...

–Ellos, el grupo Nueva Figuración, Noé, Deira, De la Vega, Macció, estuvieron antes que nosotros. Llamó la atención y tuvo su momento de gran relevancia. Lo interesante del pop nacional, y digo nacional porque no tuvo nada que ver con el pop de otras partes del mundo, es que era singular. El crítico francés Pierre Restany (1930-2003) considerado el fundador del movimiento del Nuevo Realismo, lo describió como un “Pop Lunfardo”, muy atinado. Restany vino a Buenos Aires invitado por Romero Brest a un premio Di Tella. Vino a pasar una semana. Cuando vio lo que estaba pasando en la Argentina se quedó tres meses. Le pareció increíble que en este lugar, tan alejado de todo, el pop tuviera una identidad porteña y que hiciera punta en el mundo. Eso en el año 1965.

–El resto del país no existía...

–Existe como ahora. Lo más importante sucede en Buenos Aires. Hay coletazos en Córdoba, Rosario, puede ser Mendoza también. Rosario es importante porque la gente está interesada de verdad. Asiste a los lugares porque le interesa mucho. El arte no es un pasatiempo, sino una necesidad, como comer todos los días. Eso no se nota en todas partes, en Rosario se siente.

–Hablemos más del crítico francés, Restany...

–Cuando escribía en las revistas en las que colaboraba, Planeta, Domus, Arts, hablaba de la época de oro del arte argentino. Lo que hay que valorar es que la gente que venía de afuera quedaba deslumbrada por lo que pasaba en Buenos Aires. El crítico norteamericano Clement Greenberg (1909–1994) fue uno de los más sorprendidos.

–¿Cómo se avanzó por ese camino?

–La familia Di Tella, al poner ese centro tan importante que hasta hoy no ha sido igualado, fue muy oportuna. El espacio de arte quedó vacante hasta el día de hoy. El instituto, que aún existe, fue fundado en julio de 1958 y cerró (el centro sobre Florida) en 1970. Pero en los nueve años plenos que duró el espacio artístico en la calle Florida dejó una marca profunda en la sociedad cultural argentina. Fue la primera vez que en el país sucedía una cosa tan fuerte y quedó como una experiencia imborrable.

–¿Algo así como una década de oro en la vida cultural argentina?

–Fue la década de oro del arte argentino. No es el hecho del dinero o del lugar, fue la cabeza que dirigía el espacio, qué ideas hay en esa cabeza y en qué dirección enfoca la cosa cultural. Hay que recordar que en ese lugar había música, danza, teatro, además de artes plásticas. Ahí comenzaron a mezclarse todas esas áreas. Los músicos se interesaron por lo pop, y viceversa; el teatro buscó artistas para hacer escenografías y vestuarios, cosa que también ocurrió con el cine. Había una especie de atractivo entre nuestros colegas que hizo la fusión y de ella salieron cosas interesantes. Un caso puntual es el de Alfredo Arias (1944), que comenzó siendo artista plástico y avanzó a ser director de teatro con grandes logros. Vive en París. Es gente que nació en el Di Tella. Marilú Marini, una actriz de primera que ha trabajado con Arias, también tiene sus raíces en el Di Tella. Otra es Nacha Guevara. Fue un semillero de gente extraordinaria. Romero Brest murió a los 83, y aun con ochenta años y más iban a entrevistarlo los chicos de las revistas de rock. Salían deslumbrados. Para ellos era como haber estado con Buda o algo así. Salían iluminados. Romero Brest tenía la capacidad de fascinar a la gente que lo escuchaba. Se adaptaba a todos sus alrededores. Tenía una gran biblioteca y un día le pregunté si consultaba esos libros. La verdad que no, me dijo. Le sugerí que los donara al Museo de Bellas Artes, y estuvo de acuerdo “porque todos estos libros pertenecen a la cultura del pasado y eso es una cosa que ha dejado de interesarme”. Otra vez dijo, “hacer cultura no es extenderla a más gente, pasar ballet por televisión o mandar un tren cultural a las provincias. El concepto básico debe ser la calidad de vida que es la originalidad de cada ser humano, la autenticidad que lo hace distinto, con o sin plata, con o sin conocimientos”. Otra vez Romero comentó: “Uno de los síntomas de desaparición de la cultura es el absoluto desfasaje entre teoría y práctica”. Tenía muchas de esas visiones puntuales de un alcance enorme.

–La pregunta sería por qué fue ése el momento, considerando la situación en el país...

–Una vez le preguntaron a Romero Brest, ¿después del pop qué hay? El respondió que no sabía, “no sé qué viene después. No tiene que haber razón para que haya algo. Puede pasar un año y aparece algo nuevo y también pueden pasar veinte. No hay obligación”.

–Han pasado cincuenta años. El final del Di Tella, según las fechas que hemos mencionado, viene después del Cordobazo, del asesinato de José Alonso y de Augusto Timoteo Vandor, entre otros dramas, ¿qué efecto tuvo? ¿El mundo del arte se sintió golpeado o, como hablábamos al comienzo, lograba sentirse ajeno? La política se hizo mucho más pesada, el arte fue un punto de fuga.

–Es obvio que la política nos golpeaba, pero los artistas no somos tan flexibles. Las verdades hay que defenderlas y en ningún momento se retaceaba el interés, esto máxime en un lugar donde se ejercía la libertad, no era que sólo se hablaba de la libertad. Renunciar a eso era muy difícil. La única salida de esa situación fue cerrar el lugar y dejar a los artistas sin respaldo y esperar a ver qué iba a suceder. Lo que sucedió en realidad es que muchos artistas emigraron, se fueron a otros países porque no soportaban ese acoso cotidiano. Su función era la de artistas, buscaban adeptos a su arte a su idea de libertad y vivir con felicidad. No se puede pedir otra cosa al artista. Es cierto que muchas veces viene alguien y dice, “pero vos no sos un artista comprometido”. Yo sí estoy comprometido, con las ganas de vivir y de ser feliz. ¿Le parece poco? Mirar hacia atrás desde el ahora, cuando todo ha fracasado, cuando se ha perdido todo a lo que la gente se aferraba, me parece un compromiso extraordinario. Estamos en un tembladeral. Fíjese, lo único que sigue deleitando a la gente son los artistas y lo que hacen, sea un edificio o un sello postal. Yo trato de vivir de una manera artística. Ahora hay colecciones, hay acumulación, pero falta mucho para volver a la claridad que se alcanzó en ese momento hace medio siglo.

–Mi preocupación principal en vísperas de este diálogo era explicar a una nueva generación, o a aquella parte que nos quiera leer, explicar dije, qué pasó y por qué no se repitió y ni siquiera se continuó. Ahí empezamos. Aquí terminamos. ¿Cómo quiere que lo recuerden?

–Como un tipo que hizo un aporte de felicidad para la gente, que el arte proporcionara felicidad. Y deseo que mi lápida diga: Aquí yace Edgardo Giménez, el artista que no aburrió a nadie.

Página 12. 16 de marzo de 2009

Los Otros

LOS OTROS
Por Eduardo “Tato” Pavlovsky

El otro día salí de mi casa y me encontré con seis niños que me esperaban con las manos abiertas rogándome si les podía ofrecer un poco de comida (no de dinero). Los niños tendrían entre 3 y 8 años. Yo conocía a la madre, a la que había ayudado varias veces, y ella me dijo: “Doctor, por favor, tienen hambre, quieren comer algo”. Un tanto impresionado por la visión kafkiana de la cara famélica de los niños saqué 20 pesos y se los di, señalándoles una rotisería donde podrían conseguir el almuerzo del día. La verdad es que la alegría de los chicos fue enorme y partieron corriendo hacia el almacén. Salí de mi casa caminando hacia Libertador cuando vi otro chico que se acercaba para pedirme comida. Le conté que hacía unos minutos unos niños me habían pedido comida y que estarían comprando en la fiambrería de la esquina –con un pequeño dinero que les había dado– y que tal vez podía pedirles algo. Salió corriendo y casi un coche se lo lleva por delante, tal era la velocidad y distracción que imprimió a su carrera. Seguí caminando hacia Libertador, donde tomé un taxi hasta Rodríguez Peña y Santa Fe.

Otros aires dije yo, otra ropa, otras mujeres. Me sentía en París. Cuando una señora con una beba en los brazos me agarró de un hombro y me dijo: “Don, me puede ayudar, hace un día que la nena no come. Vaya si quiere Ud. a la farmacia y cómpreme leche en polvo. Yo lo espero aquí. Para la nena es importante...”. No tuve cuerpo ni bolas para ir a la farmacia, le di 15 pesos, que era el vuelto que me quedaba. La señora, muy agradecida, me dijo –con sus ojos verdes humedecidos por un llanto que no parecía fingido– “que Dios lo ayude” y se fue caminando hacia la farmacia.

La indigencia, la pobreza, pensé, es una fábrica de construcción de delincuencia. Hacía un rato había escuchado a un psiquiatra por TV decir que la delincuencia es congénita y que no hay tratamiento posible para ella. Sólo encerrarlos para toda la vida por su peligro, ante la mirada aprobatoria de los demás ignorantes que lo rodeaban.

Me acordaba de que en las favelas de San Pablo los niños luchaban a favor de los narcotraficantes en contra de la policía, porque los narcos les daban comida. ¿Por qué iban a luchar en contra de quien los alimentaba?

Pensaba –como lo he observado– que la delincuencia profesional toma a estos niños de la calle y los forma como especialistas del robo. Pensaba en los niños de las verjas que me pedían comida, en el niño que se me acercó después, en la joven señora que me pedía leche en polvo de la farmacia. Con qué valores se formarán –cuando no existe el continente afectivo que los proteja–, cuando no tienen ropa, cuando no comen bien, cuando no tienen estudios ni recursos sanitarios, cuando sacan la comida de las bolsas de la calle, cuando ven hoy más que nunca la desigualdad social llegando a límites insospechados.

El 30 por ciento de los niños en nuestro país son pobres o indigentes. No querer ver que existe pobreza e indigencia es responsabilidad del Estado, es aceptar que las crisis las podemos sufrir la clase media y la clase alta –2/3 del país–. Pero ese sector del subdesarrollo de los recursos humanos más elementales no sufre las crisis ni las entiende. Sólo percibirá el menor suministro del limosneo o la menor calidad de la comida que arrojan en las bolsas los privilegiados de siempre.

Pero siendo así –lo vemos así– no podemos dejar de percibir la desigualdad social cada vez más escalofriante. Me pregunto por qué el Estado no lo nombra y actúa en consecuencia. Tres generaciones de niños con daños neurológicos por falta de una educación adecuada y mal atendidos en los hospitales porque muchos no tienen dinero para viajar.

Si no se ataca la pobreza como prioridad absoluta estamos matando literalmente a estas vidas sin futuro, sin alegría, sin esperanza, 1/3 del país. Vidas desahuciadas. Vidas desperdiciadas. Las corporaciones políticas parecen esquivar el gran problema. Pero esta gente –sólo ayudada por algunos movimientos sociales– queda de espaldas a la vida. Sin pertenencia de país. Sin arraigo. Todo esto nos pasa a nosotros y lo más terrible es que aún hoy hay recursos para sacarlos del infierno, del lugar de la promiscuidad, del hacinamiento, de la desnutrición y de la delincuencia. No debemos ser ahora indiferentes a la muerte de ocho niños por día en nuestro país de hambre. Es un crimen. En serio. Crimen que tiene responsables.

* Psicoanalista. Autor, actor y director teatral.

Página 12. 18 de marzo de 2009